Vamos a pensar: Desafiando el miedo a poner límites. Un enfoque psicológico.

Por Claudia Sánchez de León/25 marzo 2024

La palabra "límites" proviene del latín "limitis", que se deriva de "limen", que significa "umbral" o "frontera". En su forma más básica, un límite es una frontera que marca el final de una cosa y el comienzo de otra. La noción de límites es fundamental en diversas áreas del conocimiento humano, como la geografía, la política, las matemáticas, la filosofía o la psicología.

En su acepción original, "frontera" se refiere a la línea divisoria entre dos territorios. Esta línea define el límite territorial. En un sentido político, los límites pueden referirse a las fronteras geográficas que separan los territorios de diferentes naciones, estados o regiones. Los límites políticos definen la soberanía de un país sobre su territorio y pueden ser objeto de disputa o conflicto entre diferentes entidades políticas.

En un sentido más amplio, los límites en política también pueden referirse a las restricciones legales y constitucionales que limitan el poder y la autoridad de los líderes políticos y las instituciones. Estos límites pueden estar establecidos para proteger los derechos individuales, limitar el abuso de poder y garantizar que el sistema legal y judicial de un país funcione de manera justa (esa es la intención), equitativa y predecible para todos los ciudadanos y entidades dentro de su territorio.

Lo que quiero remarcar es que, de manera similar, en psicología y en las relaciones interpersonales, los "límites" establecen el espacio emocional, físico y mental de cada individuo, delineando lo que es propio y lo que pertenece a los demás. Del mismo modo, los límites son fundamentales para proteger la integridad emocional y física de cada individuo, estableciendo barreras contra el abuso, la invasión personal y el daño emocional. Además, los límites son necesarios para afirmar la autonomía y la identidad individual, permitiendo a cada persona expresar sus necesidades, deseos y límites personales de manera clara y respetuosa.

Desde que somos pequeños, comenzamos a discernir lo que nos pertenece de lo que pertenece a los demás. Ya sea reclamando con vehemencia "¡Ese juguete es mío, no lo quiero compartir!" o reconociendo que "Este juguete es de otro, pero comparte conmigo", el acto de compartir se convierte en un puente entre nuestro mundo individual y el de los demás. Esta conexión no implica una fusión total, sino más bien un punto de encuentro entre dos realidades distintas. También aprendemos lecciones importantes, como que correr muy rápido puede llevarnos a tropezar, o que no debemos tocar los enchufes, entre muchas otras experiencias que moldean nuestra percepción del mundo. Estos primeros aprendizajes nos brindan una base para comprender un mundo que puede ser más o menos desafiante según nuestras vivencias y enseñanzas. Por tanto, podemos entender la importancia de los límites desde que existimos en el mundo.

No obstante, a menudo surge confusión en torno al concepto de establecer límites. Muchas personas asocian erróneamente el poner límites exclusivamente con el simple acto de negar algo, como decir "no". Sin embargo, esta noción es mucho más compleja. Establecer límites implica también permitirnos expresar nuestras necesidades, deseos y sentimientos, así como establecer lo que no queremos o no necesitamos. Los límites, en esencia, nos diferencian del otro.

Hace poco, leí un libro del filósofo coreano Byung-Chul Han llamado la expulsión de lo distinto, que me hizo pensar sobre los límites en un contexto más amplio, más sociológico. En muchos de sus escritos, Han reflexiona sobre la sociedad actual, caracterizada por una creciente homogeneización y falta de diversidad como consecuencia de múltiples factores que os invito a que os leáis. Argumenta que la cultura contemporánea tiende a eliminar las diferencias y a favorecer la uniformidad y la transparencia, lo que puede dificultar la identificación y aceptación o la tolerancia de la alteridad o lo distinto. Me surgía pensar en el papel que podrían jugar los límites en lo que este autor comentaba.

Desde esta perspectiva, la dificultad de diferenciación (diferenciarse de los demás) puede surgir cuando los límites entre lo propio y lo ajeno, lo familiar y lo desconocido, se vuelven borrosos o se diluyen en la cultura dominante “si piensas diferente a lo que piensa esta comunidad, tribu o grupo, no formas parte de la misma”, “si no hago lo que papá o mamá me dicen, se enfadan, por lo que tengo que ser como ellos”. Esto puede conducir a la expulsión o exclusión de lo diferente, ya sea en términos culturales, sociales o individuales.

Han también aborda temas relacionados con el exceso de conexión y visibilidad en la sociedad contemporánea, donde las fronteras entre lo público y lo privado o lo íntimo se desdibujan debido a la “invasión” de las redes sociales y la tecnología digital. Esto puede contribuir a una sensación de invasión de límites personales y dificultad para establecer límites claros entre el yo y el otro.

Por todo esto, aunque los límites nos puedan servir como punto de partida para la negociación y el establecimiento de acuerdos mutuos (como el compartir), tanto en la filosofía, la política como en las relaciones, los límites pueden ser objeto de disputa y conflicto. En ambos casos, la claridad y el respeto por los límites de los demás son fundamentales para mantener relaciones saludables y evitar conflictos destructivos. Y es que el poner límites nos supone el riesgo de ser odiados, rechazados o expulsados por el otro.

¿Por qué nos da tanto miedo poner límites? ¿Podemos soportar ser odiados, rechazados o expulsados?

Según la teoría psicodinámica, cada individuo experimenta conflictos internos entre diferentes aspectos de su personalidad, como impulsos, deseos y normas sociales internalizadas “quiero diferenciarme y poder expresar mi opinión pero sé que si lo hago el grupo al que pertenezco me va a rechazar” “si le digo a mi hija que no puede salir, soy el malo” “no puedo decirle a mis padres algo que me ha pasado porque temo que el conflicto vaya a ser mayor y que se enfaden” “si digo que no a este proyecto en el trabajo porque no tengo disponibilidad, ya no soy de valorar” o “no quiero decirle a mi pareja que lo que ha hecho no me gusta porque puede acabar dejándome”. Podemos acabar viéndonos inmersos en realidades dolorosas que asumimos y aceptamos sin cuestionar. Y cuando acumulamos malestar, nuestro cuerpo, grita.  Estos conflictos pueden surgir cuando sentimos la necesidad de establecer límites, pero también experimentamos el deseo de ser aceptados y amados por los demás. Se llama conflicto porque hay dos partes que tiran hacia resultados aparentemente contrarios.

Frente a estos conflictos internos, desarrollamos mecanismos de defensa psicológicos para protegernos del malestar emocional. Uno de estos mecanismos es la negación, donde ignoramos o minimizamos nuestras propias necesidades en favor de mantener la armonía en nuestras relaciones sociales. Otro mecanismo es la identificación con el agresor, donde adoptamos las actitudes y comportamientos de quienes nos rodean que nos han dañado de alguna forma para evitar el rechazo o la exclusión o la separación. Por ejemplo, un niño que sufre abuso por parte de un padre agresivo puede comenzar a adoptar comportamientos similares, como volverse intimidante con otros niños en la escuela. Esta imitación puede ser una forma de sentirse más poderoso y menos vulnerable frente al peligro percibido.

El temor a perder el cariño o el afecto de aquellos que valoramos puede convertirse en un obstáculo para establecer límites firmes, tanto para cuidar de nosotros mismos como para cuidar de los demás. Si permitimos que todo sea válido sin establecer normas claras, transmitimos la idea de que cualquier comportamiento es aceptable, lo cual puede generar confusión y falta de respeto hacia los límites personales. Por el contrario, cuando reconocemos y respetamos las diferencias, enseñamos al otro a tolerar el desacuerdo y a comprender que no siempre existe una única verdad. Tolerar el conflicto no implica renunciar a nuestros propios límites o evitar el enfrentamiento, sino más bien reconocer la diversidad de pensamientos y opiniones. Como seres sociales, anhelamos la conexión y el afecto de los demás, y el miedo a perder estas relaciones puede llevarnos a evitar situaciones que puedan generar conflicto o rechazo.

En el contexto de la maternidad y la paternidad, es esencial aceptar la posibilidad de que nuestros hijos, aunque temporalmente, puedan sentirse molestos o enfadados si establecemos límites, ya que esto fomenta su desarrollo emocional y su capacidad para el pensamiento crítico. Un padre o una madre cuida y ama cuando pone límites “no está bien pegar a las personas” “no se le pega a tu hermana”, a lo que el niño podría responder con una rabieta, pero a la larga, puede integrar esta realidad para poder adaptarse al mundo y a una sociedad en la violencia no tiene cabida, o también puede aprender que cuando uno se enfada, hay otras herramientas de gestión del enfado que no implican necesariamente la violencia física.

¿Para qué nos sirven?

Establecer límites es una de las herramientas esenciales para construir un buen aparato psíquico. Nos brinda seguridad emocional y nos ayuda a entender quiénes somos y qué necesitamos. Cuando aprendemos a establecer límites, estamos cultivando nuestra capacidad para manejar nuestras emociones y tomar decisiones que nos beneficien. Esto nos da el poder de ser más independientes y autónomos, porque sabemos dónde están los límites y cómo respetarlos. Al mismo tiempo, nos protege de situaciones dañinas o abusivas, ya que establece barreras contra el comportamiento inapropiado de los demás.

Por lo tanto, los límites son imprescindibles para nuestro crecimiento personal y nuestro bienestar emocional. Nos ayuda a navegar por el mundo de manera más segura y consciente, protegiendo nuestra integridad y promoviendo relaciones más sólidas y satisfactorias.

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